Marzo fue la profecía. Todo lo que podía suceder, se cumplió. La administración municipal decretó el simulacro de aislamiento. La vidriosa melancolía de los días pasados se reflejaba en los ojos de los adultos y en la ingenuidad de los más chicos. La amenaza invisible se expandió desde el otro lado del mundo, obligando progresivamente a detener las actividades urbanas, los colegios, los jardines, los cumpleaños y las fiestas de fin de semana.
Así se fueron los primeros días, las primeras semanas. El primer mes fue el inicio de la debacle. Las calles vacías, los comercios sin gente, los locales cerrados. En medio de esas imprevisibles circunstancias, aparecieron las ideas para matar el tiempo que se volvía lechoso. Un líquido espeso, enredado en las agujas del reloj, difícil de entender o interpretar. No obstante, los fluidos ligeros de la internet permitieron sentirnos en cercanía desde la distancia para hablar de películas y de literatura. Recordar a Úrsula K. Le Guin, Borges, Piglia y otras más. Después de releer unos cuantos textos de Cortázar, surgió la idea de escribir instrucciones para cualquier cosa.
EL ALGORITMO CRIOLLO